Algunos kirchneristas son insaciables.
Además de querer apropiarse de una proporción cada vez mayor de la plata y del poder político disponibles, los más entusiastas aspiran a llevar a cabo una revolución cultural, una en que la figura de Néstor Kirchner ocupe un lugar de privilegio.
En el caso poco probable de que tuvieran éxito, la Argentina sería un país museo dominado por personas decididas a conservar las formas de pensar de la década de los setenta del siglo pasado cuando, para extrañeza de quienes lo habían conocido antes, el dentista de San Andrés de Giles, Héctor Cámpora, se vio convertido en el ídolo de una multitud de jóvenes de ideas supuestamente avanzadas.
Para los artífices de dicha metamorfosis, transformar un personaje tan adusto y desabrido como era el Kirchner de carne y hueso en un héroe romántico, un Che Guevara de saco y corbata que luchó denodadamente por mantener a raya el siglo XXI, no debería resultar demasiado difícil.
Por cierto, los resueltos a crear un nuevo mito nacional, uno superador de aquel que se formó en torno de Juan Domingo Perón y Evita, están más que dispuestos a emprender lo que para otros sería una empresa imposible.
Gracias a sus esfuerzos, días después de dejar este valle de lágrimas Kirchner reapareció disfrazado de buzo que, sería de suponer, ya se internaba en las honduras del alma nacional con el propósito de liberarla de quienes la mantenían atrapada.
Para sus admiradores más embelesados, se había transformado en el Eternauta; para su viuda, Cristina, sería "él" a secas.
Es imposible saber lo que está pasando por la mente de los responsables de la apoteosis del patagónico fallecido; puede que en cierto modo se asemejen a quienes en los reinos helenísticos y Roma de la antigüedad deificaban a sus gobernantes muertos.
El emperador Vespasiano se mofó de esta tradición amable; poco antes de morir, bromeó:
"¡Vaya!, creo estar convirtiéndome en dios".
De haber previsto lo que tenían planeado sus partidarios, Kirchner hubiera reaccionado del mismo modo.
Sea como fuere, puesto que los restos del ex presidente yacerán, aunque sólo fuera simbólicamente, en el panteón reservado a los próceres más venerados, ha sido necesario atribuirle una doctrina política propia.
Mientras estuvo entre nosotros, Kirchner, un hombre pragmático habituado a sacar provecho de las circunstancias sin preocuparse por las aburridas cuestiones ideológicas, no mostraba demasiado interés en los aspectos teóricos de su oficio, razón por la que los resueltos a exaltar su aporte intelectual han optado por hacer de él un integrante más de un conjunto de pensadores "nacionales y populares".
Se trata por lo general de los panfletistas –algunos muy divertidos, otros no tanto– que estaban en boga en la Argentina de hace medio siglo.
Que sean "nacionales" es innegable; fronteras afuera, con escasas excepciones sus lucubraciones resultaron ser incomprensibles, de ahí la resistencia de los europeos y norteamericanos a entender que, no obstante las apariencias, el peronismo no es una manifestación tardía del fascismo sino un movimiento entrañablemente progresista
¿Son "populares"? Depende de la definición de la palabra, ya que, por desgracia, aquí las "clases populares" no suelen comprar muchos libros, manía ésta de la inquieta burguesía urbana.
De todos modos, la filosofía política de quien se transmutaría en el Eternauta era bastante sencilla.
Para él –mejor dicho Él, palabra que en hebreo significa Dios– lo importante era elegir a los enemigos.
La estrategia basada en el principio así supuesto que, según algunos comentaristas maliciosos, habrá aprendido del jurista nazi Carl Schmitt, funcionó maravillosamente bien.
Consciente de que en una sociedad traumatizada por el colapso económico muchos querían imputar lo que les había sucedido a una conspiración planetaria, Kirchner puso fin a una etapa signada por la "autocrítica" colectiva al insistir en que los responsables de la debacle no eran los populistas locales sino sus adversarios más vehementes.
En un lapso muy breve logró erigirse en el hombre más poderoso del país atacando con furia a quienes acusó de ser los máximos culpables de las penurias nacionales: militares, acreedores, empresarios extranjeros, jueces menemistas y, desde luego, los nunca adecuadamente vituperados economistas "neoliberales" y sus amigos de aquella organización satánica, el Fondo Monetario Internacional.
Andando el tiempo, agregaría a la lista de malhechores a los chacareros –"oligarcas" todos–. al "monopolio" Clarín y otros medios supuestamente afines hasta abarcar buena parte del periodismo.
Aunque parecería que, a diferencia de su marido difunto, Cristina siempre ha tomado en serio los temas ideológicos y es una lectora empedernida de las obras de los pensadores nacionales y populares, a veces da la impresión de querer alejarse de los militantes que la apoyan.
Amonestó al director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, cuando intentó impedir que inaugurara la Feria del Libro Mario Vargas Llosa, un escritor que en opinión de los kirchneristas es "ultraconservador" y por lo tanto impresentable, afirmándose firmemente comprometida con la libertad de expresión, lo que le mereció un piropo del peruano que elogió su "lucidez".
Con todo, aun cuando Cristina se diera cuenta de que correría peligro de caer en el ridículo si participara de los juegos teatrales de los muchachos de "La Cámpora", a esta altura no le será fácil convencerlos de dejarla en paz.
Le guste o no le guste, tendrá que acompañar al Eternauta en la odisea fantástica que le están preparando quienes se enorgullecen de su condición de militantes.
Un ejemplo de lo que podría esperarle ha sido brindado por el muy controvertido ex secretario de Medios, Enrique Albistur, que en el Palais de Glace porteño ha montado una suerte de sala de juegos en "homenaje al pensamiento y al compromiso nacional" –o sea, al kirchnerismo–, en que, entre otras cosas, los chicos son invitados a bombardear de pelotas a un gorila virtual.
Aunque los gorilas son primates herbívoros tranquilos y a su manera bondadosos, asustan tanto a los peronistas que meramente pensar en ellos es suficiente como para que estallen de furia.
Como es notorio, a los autoritarios les encanta calificar de animales a quienes se les oponen.
Para ellos son perros rabiosos, gusanos, gorilas y así por el estilo; es su forma de decir que no los consideran humanos y por lo tanto no tienen por qué concederles los derechos correspondientes.
En cambio, es poco común que un demócrata haga gala de su intolerancia tratando a sus adversarios de subhumanos.
James Neilson
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