Hace dos días, decenas de miles de personas aprovecharon el trigésimo cuarto aniversario del golpe militar de 1976 para felicitarse por su compromiso con los derechos humanos.
También lo aprovecharon para ensañarse con sus adversarios políticos actuales, tratándolos como los únicos responsables de las atrocidades que fueron perpetradas en los años setenta.
Se trataba, pues, de un día de memoria selectiva.
Los "militantes" -la palabra nos dice mucho- se concentraron exclusivamente en el aporte a lo que sucedió de los jefes militares y quienes los habían apoyado, pero pasaron por alto la contribución al desastre de organizaciones terroristas de mentalidad neofascista como Montoneros, de la Triple A que se formó cuando Juan Domingo Perón estaba en el poder y de otros que, sin cometer crímenes, ayudaron a crear un clima propicio para guerreros sucios.
Los militares de aquel entonces eran productos de una sociedad exasperada en que era considerado "progresista" simpatizar con "la lucha armada".
Puede que pocos de los que por un rato se sentían entusiasmados por las proezas de Montoneros, ERP y otras agrupaciones mesiánicas hayan entendido las connotaciones de dicha actitud, ya que preferir las balas y las bombas a las engorrosas formalidades democráticas significaba aprobar, o al menos encontrar comprensibles, los asesinatos, robos, secuestros extorsivos, amenazas mafiosas y atentados que en vísperas del golpe eran el pan de cada día, pero era de prever que la militarización de la cultura cívica argentina terminaría en la catástrofe que no tardó en producirse.
Desde el 25 de mayo de 1973, cuando el presidente Héctor Cámpora dejó salir de la cárcel a una multitud de terroristas, fue sólo una cuestión de tiempo antes de que sus víctimas en potencia reaccionaran organizando escuadrones de la muerte y que, para buena parte de la población del país, la única "solución" para el caos resultante consistiera en un nuevo golpe militar.
En marzo de 1976, los estrategas terroristas aguardaban con impaciencia la llegada de la dictadura castrense por entender que serviría para aleccionar al pueblo sobre la malignidad de "la derecha", pero sucedió que muchos de los hombres y mujeres de carne y hueso que conformaban el pueblo también querían que los militares se apoderaran del gobierno cuanto antes por suponer que pondrían fin a la violencia.
En efecto, tan malo había resultado ser el gobierno del general Perón primero y de Isabelita después que durante varios años sólo una minoría pertinaz se oponía a la dictadura.
¿Fue por temor? Sólo en parte.
A los realmente interesados en "la memoria", les convendría preguntarse por qué hace apenas una generación la Argentina se había convertido en un país entregado a la lógica de las armas y por lo tanto condenado a ser gobernado por quienes más tenían, pero es evidente que a esta altura pocos se interesan por tales temas.
Para la mayoría olvidadiza, los aniversarios del golpe -efeméride que, de haber sido exitoso el Proceso militar, se celebraría en el mismo día con discursos igualmente rimbombantes- brindan una oportunidad para aplaudir su propia rectitud.
Es lo que hacen políticos como la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, su marido y los integrantes de su gobierno.
¿Qué hicieron para que se respetaran debidamente los derechos que actualmente reivindican quienes ya habían alcanzado la madurez antes de los años plomizos que siguieron al golpe?
En el caso de los Kirchner y de muchos otros, poco, muy poco.
Desgraciadamente para el país, defender los derechos humanos no estaba de moda a mediados de los años setenta.
Quienes se preocupaban por ellos solían ser radicales disidentes o liberales clásicos, "burgueses" aburridos como, entre otros, Raúl Alfonsín, que se negaban a entender que las exigencias de la necesariamente cruel lucha revolucionaria o contrarrevolucionaria deberían tener prioridad sobre el respeto por ciertas reglas básicas.
Cuando, para disgusto de los marxistas, el presidente norteamericano Jimmy Carter se puso a protestar contra los abusos sistemáticos que se cometían aquí, los líderes del régimen coincidieron con sus homólogos soviéticos, y con la sucursal local del Partido Comunista, en denunciar "el imperialismo de los derechos humanos".
Luego de la desintegración de la Unión Soviética y la liberación de sus satrapías, la causa cambió de manos.
La izquierda autoritaria, cuando no totalitaria, ya no se sentía constreñida a procurar explicarnos que, no obstante las apariencias, los mortíferos campos de concentración del socialismo realmente existente no tenían nada en común con los del socialismo nacional de Adolf Hitler, de suerte que pudo dedicarse a informarnos que el desprecio por los derechos humanos era un fenómeno típicamente capitalista.
En otras partes del mundo, organizaciones como Amnistía Internacional que fueron fundadas para apoyar a las víctimas de la despiadada represión comunista se han visto capturadas por extremistas de la izquierda revolucionaria y sus aliados coyunturales islamistas.
Fronteras adentro, el movimiento está dominado por facciones agresivas para las que vengarse de los militares y, si es posible, de quienes habían simpatizado con ellos treinta años atrás es una prioridad absoluta.
De caer el país bajo el yugo de un régimen izquierdista fanatizado, ¿protestarían los muchos de Quebracho contra las violaciones de los derechos humanos que con toda seguridad abundarían?
Es legítimo dudarlo.
Por fortuna, parece poco probable que el futuro nos tenga reservado un destino tan terrible, pero así y todo hay que tomar con cierto escepticismo el compromiso con los derechos humanos de personajes como los Kirchner y ni hablar de aquel de los líderes vehementes de organismos que representan a los deudos de los asesinados o encarcelados por la dictadura.
La llamada sociedad civil no será capaz de resistirse a la tentación de subordinar los derechos fundamentales a los objetivos de individuos poderosos hasta que todo lo relacionado con ellos se haya despolitizado por completo.
También sería necesario que defenderlos no sea considerado el privilegio de los familiares de víctimas de matanzas anteriores.
Puede que a Cristina le cueste entenderlo, pero el que las Madres de Plaza de Mayo se hayan erigido en los símbolos vivientes de la defensa de los derechos humanos debería motivar más vergüenza colectiva que orgullo, ya que su protagonismo fue consecuencia del silencio de casi todos los demás.
James Neilson
No hay comentarios:
Publicar un comentario